Conservo un recuerdo, casi mítico, de un verano en Calafell, en mis primeros años de la adolescencia, junto a mi primo Ángel y un juego de mesa al que nos había introducido un amigo estival, compañero de interminables partidos de fútbol en la playa. Se llamaba Resiste Stalingrado, un enrevesado juego de estrategia militar por turnos en el que se replicaba una de las batallas más célebres de la Segunda Guerra Mundial, que cambió el curso del frente del Este. Leer este Diecisiete instantes de una primavera, que nos traen nuestros amigos de Hoja de Lata, me ha hecho rememorar esas tardes de maquinaciones estratégicas, decidiendo cómo asistir al ejército rojo en la defensa de la ciudad de nombre más legendario, rodeado de fichas correspondientes a todo tipo de unidades de combate. Con una sonrisa de oreja a oreja.

El periodista —corresponsal de primera magnitud, testigo de la guerra de Vietnam y Laos, la España franquista, entrevistador de criminales nazis huidos a América Latina— escritor y guionista ruso Yulián Semiónov se convirtió en todo un fenómeno en su país con esta novela, publicada originalmente en 1969, sobre todo a raíz de que fuera adaptada en forma de serie televisiva cuatro años después. Traducida a 25 idiomas, más de 100 millones libros vendidos, fue el aldabonazo definitivo a la saga de novelas —catorce llegaría a publicar, nada menos— de su espía-agente doble Isaev/Stirlitz. El muy “mal llamado” James Bond soviético.

Y digo muy mal llamado James Bond, porque Stirlitz, el protagonista de Diecisiete instantes de una primavera, se encuentra en las antípodas del snob, machista —sólo he visto las películas y ni siquiera las últimas encarnaciones del personaje versión Daniel Craig, con las anteriores ya he tenido más que suficiente— y, en general, absolutamente inverosímil celebérrimo agente al servicio de su majestad. No, nuestro agente ruso, infiltrado en el estado mayor del servicio de contraespionaje alemán es un dechado de intuición, capacidad analítica, discreción, sagacidad y anticipación, además de un hombre cultivado. Resulta fácil de entender el por qué la sociedad rusa admiró al personaje. Apenas hay una escena de violencia en 400 páginas. La astucia vence a la espada. O, en este caso, a la esvástica.

Más allá de la creación de un héroe al que, pese a ser casi infalible en la ejecución de la tarea encomendada, de una complejidad incalculable, Semiónov dota de rasgos humanos reconocibles y acciones verosímiles, lo que más destaca de la novela —a mi juicio— es el magnífico sentido del ritmo, que no decae en una obra que se devora pese a la cantidad de personajes que transitan por ella —y las necesarias pausas para situarlos jerárquicamente y ordenarlos mentalmente— y, sobre todo, el apabullante retrato del estado de absoluta paranoia de un régimen nazi a punto de implosionar. Estamos en marzo de 1945. La derrota final en manos de las tropas aliadas parece un hecho consumado y ante ello, las ratas —nunca mejor dicho— que lideran el Tercer Reich en Berlín se debaten entre la fidelidad abstrusa al Führer y abandonar el barco. Es una opción compleja y llena de amenazas, pero para algunos altos mandos, puede significar no sólo la salvación sino la posibilidad de liderar la nueva Alemania que surja tras el final de la contienda: pactar la rendición con ingleses y norteamericanos avivando el temor a un enemigo que ya preocupa sobremanera —es conocido el pavor bolchevique del absurdamente glorificado Churchill— a los aliados: Stalin y la influencia comunista.

Así, para Stirlitz, se trata de evitar a toda costa que fructifiquen esas conversaciones en la sombra que supondrían traicionar a Hitler, pero también aislar a Stalin, señalándolo como la siguiente y verdadera amenaza mundial. Es una empresa mayúscula para un solo hombre, donde se trata de obtener el máximo de información sin llamar la atención, posicionándose como un acérrimo “soldado” del régimen o un convencido defensor de la solución negociada para Alemania dependiendo del interlocutor. Entre despachos, conversaciones con múltiples ases en la manga, cartas e informes —magníficos los esbozos de Himmler, Goering, Goebbels, Bormann…— los lugartenientes de Hitler, idas y venidas a Berna, Diecisiete instantes de una primavera muestra un combate a muerte entre el interés abyecto y la inercia más desquiciada. Un desfile de seres humanos monstruosos junto a monstruos enseñando sus pies llenos de barro y su humana fragilidad.

Semiónov bascula con pasmosa solidez entre la narración histórica y el puro thriller de espionaje. Una trama que no necesita de sangre, que demanda la atención del lector pero, a cambio, no le insulta con ridículos giros de guión, chicas Bond y vacuos fuegos de artificio en forma de escenas de acción grotescas. También tiene tiempo para perfilar a algunos personajes, secundarios pero claves, como Katia, el pastor Schlag o Pleischner, en los que el autor ofrece elementos de pura ficción para empatizar con el lector. Quizás sean los fragmentos menos destacables de la novela, ya que el escritor carga algo las tintas en la terrible tortura y persecución de la ayudante de Stirlitz versus la supina maldad de los nazis. Un desequilibrio que no aparece en las fantásticas radiografías perfiladas de los miembros “del búnker” y las argucias, maquinales, frías, que unos y otros intentan orquestar en su beneficio. Ideales, ideologías y morales en un segundo plano cuando lo que se dirime es el final de la peor de todas las guerras, el más atroz de los regímenes y, en especial, la salvación de la propia vida. La “madre de todas las conspiraciones” en un entretenidísimo juego de espías que se dilucida en un tablero, supuestamente ficticio, que se lee con avidez… también con la sombra de la duda de lo suena, sonaba, poderosamente real.