El confinamiento se lleva bastante mejor con viejos amigos. Como Harry Crews, nuestro Mefistóteles de las letras preferido, que regresa con Desnudo en Garden Hills, su quinta visita a esta sección desde la atalaya de mi querida Dirty Works —octava contando sus primeras e igualmente indispensables incursiones vía Acuarela & Machado—. Una nueva mirada al abismo humano, gótico sureño quizá en su versión más monstruosa y vesánica. Y, sin duda, elevado a su cota más alegórica y compleja narrativamente en la forma.   

Sobre el papel, Desnudo en Garden Hills—dato curioso, también es el título del único disco, publicado en 1989, de Harry Crews, la banda de Kim Gordon y Lydia Lunch— nos sitúa en la localidad titular e imaginaria de Florida, nacida a causa de una explotación minera de fosfato que en la actualidad apenas es un recuerdo. En realidad, la refinería cerró sus puertas tiempo ha y en el villorrio quedan tan sólo un puñado de familias, que se debaten entre el mantenimiento de la creencia —un lastimero falso rumor— del retorno de Jack O’Boylan, el empresario que estableció la prospección, y la impetuosa reaparición de Dolly, una antigua oriunda —Reina de la Belleza, de hecho— que ha regresado al lugar desde la gran ciudad, Nueva York, con un ambicioso plan para Garden Hills.

Esa situación desesperada, de la extinción a la demencial maquinación de Dolly, afecta directamente a Mayhugh Aaron, alias «Fat Man», alias el antiguo «Señor del Fosfato», una mole de más de 250 quilos adicta al Metrecal —un popular producto dietítico en los 60— que heredó la menguante riqueza de Garden Hills. Aislado en su mansión en la colina, una fortaleza  que le permite divisar todo el pueblo pero que, dada su nula movilidad, se asemeja más a una carcel, Aaron depende de Jester, un jockey negro retirado que vive junto a Lucy, una mulata a la que conoció en un circo —atentos a sus trabajos— marca de «la casa Crews»… De freaks

¿Otro desfile de tarados y tullidos? Sí y no. Superficialmente, los personajes y elementos grotescos están ahí, exacerbados a niveles disparatados. No obstante, Desnudo en Garden Hills va mucho más allá de la astracanada de neuras, delirios y profundas aflicciones de sus protagonistas. La situación descrita en la novela, junto a su fauna humana, le sirve a Harry Crews para trazar un tapiz tétrico, el reverso siniestro, de todo lo que representa Estados Unidos. La religión, el sexo, el capitalismo, los mitos del individuo cuya visión transforma la sociedad. Lo dije al reseñar Festín de serpientes. Sus obras parecen escoger un pilar norteamericano —fábricas alienantes, supersticiones fanáticas, cultos al coche, al violento fútbol americano, al cuerpo— para demolerlo a continuación. Aquí están todos reunidos, y el de Bacon, Georgia, nunca ha dispuesto de tanta munición para arrasarlos hasta los cimientos… 

Comienzo. Phosphate mountain y Garden Hills son puro artificio —sin ir más lejos, ¿qué diablos es el cénagal de Florida?— en nombre de la plutocracia. Máquinas que llegaron, levantaron —incluso la colina es creación de las excavadoras—, esquilmaron y luego abandonaron el lugar. Tras ellas, la idea de un Dios a quien venerar. O’Boylan como sumo Hacedor, después ausente y, en menor medida, Fat Man —¿el Hijo o profeta custodio del relato?—, palmarios fraudes ambos, son respetados-venerados por la población mientras el mito, alivio y esperanza, se sostiene, siendo sustituidos por la voluptuosa Mesías alternativa llegada de la tierra prometida. Aunque su mensaje y sus métodos sean, umm… «discutibles». El Jardín del Edén, patas arriba. Porque Dios, finalmente, es dinero. 

Sigo. Dolly, una beldad irresistible, es el epítome de la inocencia rayana en la estupidez tornada en ambición desmedida. Alguien que finalmente descubre, tras un periplo neoyorquino que dinamita los tópicos del provinciano llegado a la gran urbe, donde la oportunidad aguarda, y el del self-made man —woman aquí—, como la sexualidad puede ser el negocio que salve Garden Hills. Jester, fisicamente adónico exceptuando su estatura, intrépido hasta que la desgracia lo convierte en cobarde, fracasa en su pretensión de escapar de la pobreza por sus propios méritos. Fat Man es el poder paralizado, el conservacionismo del estatus heredado, mientras la infelicidad lo engulle, literalmente, convirtiéndolo en adicto. Arquetipos literarios retorcidos, transformados en productos dolorosamente dañados… y falaces. 

Estilisticamente, Desnudo en Garden Hills es la apuesta más arriesgada que servidor ha leído hasta la fecha de Harry Crews. Sin perder su proverbial pericia y su pegada constante a base de lapidarias frases cortas, la novela le permite excursiones en pasajes más dilatados, donde asoman la alucinación o el episodio febril —no temáis que traduce, claro, Javier Lucini, nada se pierde— que haría las delicias de Luis Buñuel o David Lynch. Y, es cierto que, debido a ese tono y los saltos temporales, la obra flirtea con el desorden narrativo, pudiendo dar sensación de resultar una lectura algo deslavazada. Nimiedades, en cualquier caso.

Porque estamos ante algo más que una novela al uso. Hermanada con Sangre sabia de «la jefa» Flannery O’Connor, Desnudo en Garden Hills es una experiencia para los sentidos, el estómago, y la cabeza del lector que transcurre entre smog y hediondo olor a fosfato. Repleta de escenas de una fuerza implacable —los desarmantes pasajes de Aaron en la universidad, su patético encuentro carnal con Dolly, o el alud literario del impetuoso y sardónico final—. Y con un trío protagonista, cuya acerada construcción se encuentra entre los mayores logros de Harry Crews —la vulnerabilidad de Fat Man y Jester te noquea— liderando una historia que no concluye al cerrar el libro. Desnudo en Garden Hills es una pesadilla inolvidable.