Aunque de niño leía cómics –diría que Thor era el que me gustaba más, no me preguntéis por la abominable adaptación cinematográfica– yo tenía otros superhéroes. Los míos eran de carne y hueso, aunque a veces parecían auténticos colosos, inalcanzables e infinitamente admirables a los ojos de un crío. Gigantes venidos de otros mundos, capaces de desafiar las leyes de la física, reírse de la gravedad y poner del revés toda lógica. Y eso, poca broma, a pesar de las indumentarias de los 80. Dos de ellos, acaso los mejores –lo siento, pero His Airness nunca alcanzará ese nivel estratosférico en mi memoria– eran Earvin ‘Magic’ Johnson y Larry Joe Bird. Grandes culpables –habría muchos más posteriormente claro, como el “gancho del cielo” de Jabbar, el Barça de Epi y Solozábal, la cruel e imbatible Jugoplastika, “mis” lituanos con la camiseta de los Grateful Dead, el irrepetible Dream Team, el infierno de Salónica con Gallis, Drazen, los bailes de Olajuwon, la “computadora” de Stockton–, de que la versión pre y púber de este humilde redactor tuviera al baloncesto en un permanente altar. Uno que, junto a música y libros, hoy continúa inamovible –Steph Curry el último eslabón de la cadena–.
Ahora Contra –siempre Contra, la vida es mejor con Contra– nos trae este apasionante Cuando éramos los mejores y el crítico que uno pretende ser se ha tomado unas vacaciones de una semanita para dejar paso al fanático del baloncesto pero, sobre todo, al niño con ganas de ser hechizado de nuevo, ahora que su DNI y el mundo hipster sólo le proponen realismo y cinismo como la combinación correcta. En cambio, el baloncesto, el mejor baloncesto, siempre significó fantasía, sorpresa, ilusión, EMOCIÓN. Y eso es exactamente lo que ofrece este libro. Un viaje a la época en que el encantamiento se produjo. Y los años en los que el relato, perdón, el RELATO, se transformó en LEYENDA.
Y es que la historia, pese a ser harto conocida para los que amamos este deporte –para los perezosos de la lectura, tenéis el más que recomendable documental A Courtship of Rivals, basado en el libro– sigue siendo absolutamente gloriosa. Y su narradora, la veterana periodista deportiva Jackie MacMullan lo sabe perfectamente, por lo que simplemente la deja fluir, sin más aditivos que el adjetivo, preciso e inflamable, que apostilla esa noche perfecta en el tiro del 33 verde o el prodigioso repertorio de pases del 32 dorado y púrpura. Centenares de sonrisas aguardan al fan. Además, MacMullan no necesita florituras, ¿para qué? Tiene a los dos astros junto a ella, compartiendo su visión, reforzando los argumentos, dando color a las anécdotas y revelando el meollo del libro. Que las carreras y los mitos de Bird y Magic, Larry y Earvin son indisociables la una de la otra. Y con ellas, la época dorada de la NBA. Y por ende, del deporte de la canasta.
Talento incomparable, liderazgo, competitividad feroz, rivalidad enfermiza, estrellato –con sus luces y sombras– respeto y, finalmente, amistad y legado. Ese sería el resumen en una línea de las trayectorias paralelas de Bird y Magic que vais a encontrar diseccionadas en el libro y que ningún oscarizado guionista podría haber ideado mejor. Por una vez, la realidad superó a la ficción. Aunque viéndolos en acción, a veces parecían de dibujos animados. El base con cuerpo de hombre grande, nacido para Hollywood, siempre a la carrera, con una visión de la pista única y su perenne sonrisa de anuncio de dentífrico. El alero con aspecto de granjero y gesto arisco, aparente lentitud y discutible agilidad, capaz de hacerte trizas con su brazo letal o una asistencia imposible. Ambos dotados de una pasión por el juego y una mentalidad de equipo –pass first, en las antípodas de los “chupones” que vendrían después– nunca vistas. Una intensidad y fiereza ocultas, un inconmensurable deseo de ganar disimulado bajo actitudes opuestas: Magic enamorado de y enamorando a los medios, Bird huyendo de la fama y los micrófonos como de la peste. En el fondo, no era solo ganar, también era imponerse al rival. Al “otro”.
La colisión entre los dos superhombres sólo podía ser épica y Cuando éramos los mejores la retrata con todo lujo y detalle. Desde la final universitaria de 1979 entre Michigan State e Indiana State –la final de la NCAA más vista de la historia– hasta los memorables encuentros Lakers contra Celtics. Ocho títulos y seis MVPs se repartieron en una década de los 80 que fue casi suya al completo –a excepción de los Sixers en el 83, ya que me sigo negando a contar los títulos de los cerdos de los Pistons, como odiaba a los “Bad Boys”, odio que el libro ha renovado–, encontrándose en tres finales –84, 85,y 87– que treinta años después siguen poniendo los pelos de punta. Pero como decía, lo que hace a estas memorias bicéfalas espectaculares no son tanto el recuerdo de los partidos, sino la obsesión malsana del uno con el otro antes, durante y tras cada envite. Ese continuo repaso de las estadísticas del otro, ese llevar al cuerpo al extremo del esfuerzo físico –Bird y sus múltiples lesiones especialmente, poniendo en serio riesgo su columna–, renunciar a las vacaciones para ponerse en forma sabiendo que “el otro” iba a estar machacándose para derrotarte, ese fustigamiento y penitencia cuando eran superados por su archienemigo… pero también ese supremo respeto por el rival que les hizo dar lo mejor de sí mismos.
Por si el relato principal no fuera suficientemente potente, MacMullan también es capaz de hilvanar varias “vías secundarias” que añaden “más madera” a esos años dominados por los genios de Lansing y West Baden Springs. El rescate y posterior florecimiento de una NBA en peligro de quiebra y con la imagen muy dañada –drogas, escándalos– gracias al surgimiento de las dos estrellas, pero también de la cuestión racial y las consecuencias de la fama. Luego llegaría el anuncio de Converse y el antagonismo deportivo daría paso a una amistad muy especial. Una en que, tras ser golpeado con el devastador anuncio de haber contraído el VIH, Magic buscaría la llamada y el consuelo de Bird –lágrimas al leerlo y más odio contra Isaiah Thomas–. Y viceversa. Una en que el discurso de entrada al Salón de la Fama lo hace tu peor rival –”la guerra ha acabado” soltó socarrón Larry–. Una que te hace aceptar, con la espalda rota y arriesgando a quedarte en una silla de ruedas el resto de tus días, embarcarte en los Juegos Olímpicos de Barcelona, sólo por el placer, por fin, de poder jugar juntos –más lágrimas y más recuerdos–. Ya no se trata sólo de baloncesto, sino de un vínculo único, una conexión de una intensidad fuera de lo común, entre dos seres humanos con un don extraordinario y que marcó las vidas de mucha gente. Como la mía. Siete, ocho añitos, esperando a que se produjera la magia en horas intempestivas –mortificando a tus padres–. Y ahí estaba, cada noche expresada de formas diferentes y, sin embargo, muy parecidas en lo que realmente importa. Con ellos en la cancha, cualquier cosa podía pasar.
No sé si hace falta decirlo, pero por si a alguien no le ha quedado claro, queráis o no a este hermoso deporte. Leed este libro.
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