De glamour y de fiesta es de lo que trata este espléndido Cha-Cha-Cha escrito por Carlos Aranzazu, José Arteaga y Tommy Meini y publicado por Colección Gladys Palmera. Libro-arte, que a lo largo y ancho de sus más de 400 páginas, incluye infinidad de imágenes, la mayoría carátulas de singles y álbumes, muchos de ellos históricos, otros descatalogados o de difícil localización, de un género cubano de corta vida, lleno de ritmo, seducción y nocturnidad, que al inicio de la segunda mitad del siglo pasado causó furor poniendo a muchos bailadores a volar suela.

La música de baile es gozo y el baile, sensualidad. El asunto tenía un intenso tono interracial, se cantaba en castellano, luego en inglés; en el que la mujer, a nivel de imagen y mercadotecnia –palabra no muy conocida entonces– jugaba un papel predominante. El género femenino no ha sido más seductor como con los ritmos caribeños, un puente entre una Europa culta, pero pedante y pecata, y un África, sometida, pero empoderada desde su sincretismo, muy asentado en Cuba. 

La fiesta se viste de largo. Y más si el objetivo de vender contempla belleza, feminidad y ritmo. El nexo de unión de todo esto es el glamour. El libro explica el tramado musical mediante un hilo narrativo poco usual como son las bolsas de los discos. El elemento diferenciador es que agrupa las carátulas de manera temática. Observamos cómo se desliza la cosificación de la mujer desde un inicial complemento –como ocurrió durante décadas en la publicidad del sector de la automoción– hasta un indisimulado dardo sensual, en primer plano. Así como incluir dibujos de pasos de baile e incluso mostrar instrumentos caribeños de percusión.  

Todo esto ocurrió a lo largo de las décadas de 1940 hasta principios de 1960, en que la calle se «puso dura», como cantaba Willie Colón y percutía Ray «Mano Dura» Barretto. Mientras duró fue casi un acto religioso. De Machito and his Afrocubans a Tito Puente; de Pérez Prado a Tito Rodríguez. Ciudad de México reinó hasta que el Palladium Ballroom, de New York, dijo presente, que, con los años y en paralelo, también albergó sesiones de jazz y rock and roll. En una magnífica colección de grabaciones originales de la época, que lleva el mismo nombre que la sala, se puede disfrutar de esos ritmos y de los reputados músicos citados, y otros muchos, que pasaron por el danzón, el mambo, la mal denominada música salsa, el boogaloo y el latin jazz.  

Fajardo y sus Estrellas

La versión del bautismo del ritmo que nos ocupa varía en función de quien la cuenta y del ron que haya trasegado. Dicen que en La Habana, allá por 1951, una tonada coge vuelo en un popular restaurante de la ciudad. Hace calor, la noche es densa, pero una brisa repentina y reparadora acude en auxilio de los bailadores. Prestos a gozar con sus pasos de baile, a sus pies llega una melodía, distinta, que exhala una sensualidad casi siempre insinuada, pero hasta entonces poco explícita en sus versos.  

«A Prado y Neptuno / iba una chiquita / que todos los hombres la tenían que mirar/ Estaba gordita / muy bien formadita / era graciosita / en resumen, colosal». El desconcierto y la sorpresa, tal vez, un rubor general, hace mella en los danzantes.  Alguien –quien fuera que fuese– arrastró sus lustrosos zapatos por la pista de baile. Una y otra vez. Intentaba encontrar la clave, un punto de partida rítmico para sus movimientos. No sabemos si fue así, pero nos gusta que así nos lo recuerden una y otra vez. Entre la orquesta, un músico atiende a una leve fricción, al fin, rescata un sonido. A una síncopa que se imagina con una onomatopeya. «Cha cha chá».. Con La engañadora había nacido un nuevo ritmo. Casi todos están de acuerdo que fue con Enrique Jorrín que empezó el jaleo. 

Bajo el subtítulo Un baile, una época, el volumen recoge, en dieciséis capítulos, distintos análisis de la génesis musical, los repertorios, los cantantes y las orquestas. Así como de la evolución técnica y estética de los lenguajes fotográfico, tipográfico y publicitario, desarrollados por los creativos de las agencias de publicidad para incentivar el consumo del cha-cha-chá. Una sonrisa, una mirada, un peinado llamativo, unas esbeltas piernas, etc. Una inocencia, no tan inocua, reforzaba el imaginario de una determinada sensualidad femenina en favor de un ritmo contagioso. ¡A bailar!, era la consigna.

Fotos: Gentileza Colección Gladys Palmera