La gran Dirty Works vuelve a la acción este otoño de la mano de «uno de los suyos», Mark Richard, que tiene todos los números para convertirse rápidamente también en «uno de los nuestros». Tras su más que recomendable colección de relatos El hielo en el fin del mundo, el escritor de Luisiana regresa con este personalísimo Casa de oración nº 2, unas memorias inusuales, tanto en la forma como en un fondo en el que el viaje, tanto físico como especialmente emocional, es el epicentro para intentar desentrañar una existencia más que convulsa e intensa.
Casa de oración nº2 está escrita de forma sorprendente, haciendo bandera de un distanciamiento en las antípodas de la autobiografía tradicional, como si el narrador y el personaje principal no fueran la misma persona. Como si el primero, de hecho, interpelase al segundo en una suerte de «documental en prosa» extraído de los retazos de su memoria. Esa manera de «desgranar» su vida alejada del romanticismo-heroísmo típico del género aligera el relato de una infancia dolorosa, marcada por un grave problema en sus caderas que parecía condenarlo a un periplo de hospitales para niños, operaciones y silla de ruedas. A ese drama particular se le añade el complejo polvorín familiar, con un padre que oscila entre la depresión y las explosiones de ira, y una madre incapaz de hacer algo más que dejarse llevar por una callada y sufrida inercia. Tragedias, decepciones, fracasos… abandonos. El pequeño-joven Mark Richard no lo tuvo nada fácil.
Esa mesura con la palabra justa, siempre demoledora, definitiva —que aquí disfrutamos en su plenitud gracias a la impecable traducción de Tomás Cobos—. Esa búsqueda por la frase implacable, «cincelada a fuego lento» —la desgarradora partida de ajedrez, cuánta pena Jerry, cuánta pena—, detallada sin necesidad de ser recargada, también acompañará al protagonista en sus múltiples aventuras de adolescencia e inicio de la edad adulta. Autoestopista camino a Nueva York, inesperado locutor de radio —a los trece—, faenador de barcos pesqueros, camarero, pintor, «bala perdida», investigador privado y claro, también el incipiente y confuso deseo de convertirse en escritor, junto a numerosos «actores secundarios» o circunstanciales, marcarán su camino. Definitivamente, Mark Richard «salió ahí fuera».
La idea del joven que sale a «comerse el mundo», vive al límite y alberga un buen puñado de situaciones extremas y «batallitas» que atesorar es manida hasta el extremo. Pero la forma en que el escritor de ascendencia cajún-creole-francesa nos cuenta esos años formativos en Casa de oración nº2 rompe los esquemas del lector. La previsible excitación pubescente aquí da paso a una incertidumbre angustiosa que no desaparecerá con la edad. Y ese desasosiego humano conforma una visión del mundo apesadumbrada, taciturna y extrañamente elegíaca. En la consternación, el exceso y la contradicción Mark Richard encuentra algo parecido a la belleza.
Y luego está el hecho de que, a medida que la narración de Casa de oración nº2 avanza, las «piezas» parecen encajar, pero siempre queda la sensación de que el «puzle» puede desmoronarse en cualquier momento. Hijos, una esposa, anécdotas que implican a celebridades como la señora Onassis o Robert Altman, u otros tipos tan innegablemente «dirties» como los mismísimos Tom Waits o William Burroughs muestran un evidente «progreso» vital y laboral. Y, ciertamente, Gordon Lish —Richard asistió a su taller y el célebre editor le publicó su primer libro—, Barry Hannah —le reclutó para dar clases en la universidad— y la fantasmal casa de Faulkner en Oxford, Mississippi, o su amigo Larry Brown, nos sitúan inequívocamente en la «senda del escritor» labrándose una carrera. Pero el peso y las figuras del pasado, la tradición, los errores, los achaques de la salud, las adicciones, los paisajes del Sur y, particularmente, de la religión, siguen ahí, inamovibles.
Y aunque uno no acaba de asimilar esa búsqueda espiritual que ocupa el último tramo del libro, a mi juicio desesperada, a lo Johnny Cash, y tan íntima que no resulta demasiado discernible —al menos para un servidor—, para entonces el lector ya se ha acostumbrado a pasar las páginas de esta biografía coexistiendo con esa «bruma» existencial. ¿Cómo iba Richard a ser merecedor del calificativo de «escritor sureño» sin lidiar con el «misterio» —Flannery O’Connor te saluda—? En busca de respuestas, Casa de oración nº2 son unas memorias inquietas, lacónicas en la forma pero exuberantes en su pegada, condensando una vida en ebullición… y sin miedo a hacerse preguntas por el camino.
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