Uno de los discos más relevantes del pop-rock de los ochenta en España, Camino Soria de Gabinete Caligari, acaba de cumplir tres décadas. Y coincidiendo con su aniversario, conmemorado con la consiguiente, recién publicada, remasterización del icónico LP, Contra nos trae Camino Soria, el libro: la pormenorizada crónica de su génesis, grabación y promoción, pergeñada por quien fuera su ilustrado batería y coautor de todas las canciones del grupo, Eduardo Rodríguez Clavo. Pero, además de una deconstrucción de los entresijos alrededor del trabajo más celebrado del trío madrileño, también es algo así como el testamento, musical, histórico y cuasi sociológico, de que hubo «vida inteligente» más allá de la «movida madrileña» —las minúsculas son adrede, se siente—.

Porque Camino Soria resulta un notable ejercicio memorialístico, tan sólido como honesto, en el que se echa la «vista atrás» sin grandilocuencias ni sentimentalismos, algo del todo inusual. Uno en el que Edi Clavo —en el que es el tercer libro de este licenciado en Historia del Arte que, además de miembro fundador de Gabinete Caligari, ha colaborado con Malevaje, Corcobado o Ejecutivos Agresivos—, provisto de una mirada certera y ponderada, además de una prosa minuciosa y algo —bastante— redicha, nos introduce en la escena/industria estatal en la que el grupo gestó y mostró la que se considera su obra magna. Una banda que, empujada por el número uno de «Al calor del amor en un bar» en 1986, otra de sus piezas más conocidas, afrontaba con decisión y aplomo el reto de convertir 1987 en el año de su consagración y el éxito masivo.

En ese contexto —que el autor amplifica sobremanera mediante un completo «despiece» del hit parade nacional de la época—, Clavo nos «encierra», junto a él, Jaime de Urrutia (voz y guitarra), Ferni Presas (bajo) y su reducida cohorte, primero en el local de ensayo de Tablada 25 —previo revisionista paso por Segovia—, y luego en el estudio Doublewtronics, los lugares donde se fraguaria, sosegadamente, sin sobresaltos, Camino Soria. No hay grandes revelaciones ni anécdotas chispeantes, a excepción quizás de que Soria estuvo a punto de ser en realidad Cuenca, pero la rima, posiblemente presagiando el homenaje a Bécquer, fue en este caso sabia. Tan solo unas influencias —el triunvirato fundamental, evidente, son Beatles, Kinks y Stones, por ese orden— que son defendidas con orgullo; unos instrumentos y técnicas diseccionadas exhaustivamente; junto a unos colaboradores juiciosamente destacados. E impregnando todo el proceso, las pérdidas —sentimentales y fraternales, quedando el disco marcado por muerte del saxofonista y estimado amigo Ulises Montero Santuy— que quedarían reflejadas en unas letras y una imaginería melancólica, meditabunda, que busca la soledad entendida como refugio. Para nada premeditado, la idea de que estaban «pariendo» una suerte de disco conceptual fue tomando forma a medida que avanzaba la propia creación de las canciones.   

Presas, de Urrutia y Clavo, imagen promocional del álbum Camino Soria.

Sin duda, hay capítulos ásperos en Camino Soria, pasajes que difícilmente podrán interesar a quienes no se cuenten entre los fans del grupo. Y es que, por muy melómano o devoto de la nostalgia —esa poderosa droga— que se sea, todo ser humano tiene un límite de tolerancia respecto a la información sobre las características de una batería. O no necesita perderse en una nueva disquisición sobre la millonésima portada blanca en la historia de la música —ya lo hemos pillado, de verdad, gracias— acompañada de sobrias fotografías en blanco y negro. Afortunadamente, estos fragmentos menos interesantes quedan compensados, con creces, con los magníficos episodios en los que Clavo nos sitúa en esa peculiar España cultural de la segunda mitad de los 80, con la «movida» agonizando, la «caspa» en perfecta forma —ahí sigue, incólume y tiránica—, y un puñado de propuestas, algunas dotadas de auténtica personalidad y enjundia, atrapadas en medio —equidistantes las llamarían peyorativamente ahora—.  

Así, regresamos a bares —siempre bares— remotos donde «Camino Soria» se abre vía entre la estupefacción y la admiración de los «parroquianos», anticipando el tan ansiado triunfo comercial sin traicionar —¿apenas?, la sombra se cierne de nuevo en el eternamente titubeante argumentario sobre el pase de una indie, DRO, a una multi, EMI— la idiosincrasia de la banda. Paseamos por platós de televisión plagados de estrambóticos personajes —de Sara Montiel a Sabrina Salerno en ese más bien terrorífico especial de Nochevieja del 88 de la «nada adoctrinadora» TVE—. Nos codeamos con los críticos musicales más granados del cotarro. Somos partícipes de giras y eventos promocionales extenuantes, con locales y situaciones de lo más variopintas para una «troika» musical surgida del underground. Y, finalmente, podemos entrever que, tras la gloria, exigente y agotadora, se comenzaba a vislumbrar la decadencia venidera. Aunque, al menos, siempre quedaría Camino Soria. Una ciudad. Un destino. Un estado de ánimo. Un disco y una canción directa al imaginario colectivo nacional. Y ahora, también, una recomendable lectura.