Más relatos —va a ser una primavera abundante en la forma breve, ¡aleluya!—, ahora cortesía de Nórdica y este Bola ocho de Elizabeth Geoghegan. Una autora a descubrir, que llega promocionada por su vínculo —discípula e íntima— con nada menos que Lucia Berlin, y un puñado de historias que conjugan cosmopolitismo e intimidad, así como una sugerente combinación de ficción, memoria y relato de viajes. Destinos y situaciones de lo más variopintas y abundante confusión existencial nos esperan. Así que no hay tiempo que perder… 

Nacida en Nueva York, Elizabeth Geoghegan creció y ha desarrollado su carrera entre Boulder, Colorado, Chicago, y Roma, donde reside desde hace más de quince años, ejerciendo como profesora de Literatura Inglesa y Escritura Creativa en el John Felice Center. Es la autora de los vólumenes de relatos Bola ocho y Natural Disasters, así como de las memorias The Marco Chronicles. Su trabajo ha aparecido en The Paris Review, TIME, The Best Travel Writing, BOMB o El País, entre otros medios. 

Bola ocho lo conforman ocho relatos —siete y una cuasi nouvelle final—, cuyas comparaciones con Berlin son inevitables —además de amigas y vecinas en Boulder, fue su asesora de tesis—. Ambas comparten temática, el dolor y la pérdida desde un punto de vista femenino, mediante mujeres tan fuertes como aturdidas. E, influencia directa de su postreramente celebrada mentora, un crucial uso del humor. No obstante, pronto el lector reconoce una voz idiosincrática, un realismo con «puntos de fuga» líricos y un tono falsamente liviano —reflejada en la traducción de Blanca Gago—, que también la emparenta con Lorrie Moore o Lauren Groff

Dejo las influencias para entrar en materia. Bola ocho arranca con «El chico árbol», el primero de una suerte de tríptico junto a «El chico del críquet» y «El chico perro», y que la misma Geoghegan agrupa apropiadamente bajo el nombre de «Boys», en donde las mujeres lidian, en realidad se pierden, frente a su deseo. Más que las historias en sí —aunque el ritmo y la descripción de ese concurrido bar de Seattle en el tercer «muchacho» es adictivo—, en mi opinión el valor del trío es el potente esbozo de sus protagonistas. Pese al caos emocional y sicalíptico en el que están sumidas, la digamos, adicción a esos hombres, no se victimizan o se muestran frágiles. Reconocen su situación. Es más, incluso logran reírse ante ella.

Sin abandonar las relaciones de pareja, más significativas, creo, resultan «La hora Violeta» o «El día de la madre», donde el viaje, y los emplazamientos de las historias, Estados Unidos, París, el Véneto o Bangkok, son protagonistas por derecho propio. Junto al exotismo —que entronca con la vida de la autora—, Geoghegan añade sutiles y recurrentes elementos como el arte, la fotografía o los perros. Pero, por encima de ellos, vierte una profunda mirada sobre la persona «desplazada», con frecuencia en soledad —insisto, sin victimismos—, sin rumbo claro y con evidentes problemas para comunicarse. Temerosas de verbalizar, o simplemente entender, cuáles son sus anhelos. 

Cuasi intercambiables entre sí, las mujeres de Bola ocho buscan algo, principalmente a ellas mismas… Pero lo relevante, y sumamente atractivo es que, con frecuencia, el instante de «iluminación» no es el encontrarse, sino todo lo contrario. Reconocer que perdiéndose, fuera del entorno natural, una puede hallar una especie de hábitat. En ese sentido, resulta magnífico «Pura Goa Lawah», lúcida vuelta de tuerca —de nuevo, fina ironía— a la balinesa de esos viajes espirituales Pablocoelhenses que acaban en difuso, por tanto realista, desafío a las ideas preconcebidas sobre las elecciones vitales.

En cambio, Bola ocho nos brinda un notable —y algo desconcertante— giro de 180 grados, en cuanto a cohesión y tono, con «Una historia romana». Es el único relato con narrador masculino del lote. De hecho, su enfoque es puramente italiano y está basado en un luctuoso hecho real, un infanticidio, cercano a donde la autora reside. Afortunadamente, Elizabeth Geoghegan no aprovecha la fiereza del crimen para explotar el sentimentalismo, proponiéndonos un cuidado juego de vidas y acciones —se vislumbra hasta un trasfondo sociológico— que se cruzan y se alteran decisivamente, aunque sea de forma inconsciente, hasta la tragedia final. 

Y llegamos a «Bola ocho», la nouvelle que titula el volumen y, a mi juicio, su verdadero triunfo. Parece que con un notable componente personal, Geoghegan narra, saltando hábilmente entre presente y recuerdos de la infancia, como nuestra protagonista especula sobre esos momentos en los que quizás «la cosa empezó a torcerse», mientras sufre la descomposición de la relación con su hermano, cuya adultez le acerca peligrosamente a su autodestrucción. Su capacidad para trasladar al papel el extrañamiento y la congoja ante la sensación de fatalidad apremiante es brillante. El mejor broche posible para la colección.

Frescos y originales gracias al peso de sus enclaves, el uso del humor y las interconexiones entre ellos, los relatos de Bola ocho se leen con fruición. Además, al menos en la mitad de sus historias, Elizabeth Geoghegan logra explorar convincentemente la desorientación, la búsqueda, la incomunicación y el dolor. En definitiva, estamos ante una nueva voz a seguir detenidamente. A buen seguro su maestra estaría orgullosa.