Pues sí, amigos. Ya está aquí. La Autobiografía de Morrissey en castellano. Tres años después del acontecimiento que resultó su publicación original —en clásicos Penguin nada menos, a petición del inmortal bardo pop— y pese a que, entre la habitual retahíla de declaraciones altisonantes, propias, ajenas ¿y mercadotécnicas?, que rodean siempre al mancuniano, se nos aseguraba que éste vetaba cualquier posibilidad de traducir su obra a otros idiomas. No ha sido así. De la mano de Malpaso, y gracias a la descomunal labor en la traducción de Rubén Martín Giráldez —seguro que Mozz pondría «el grito en el cielo», pero el mimo puesto en trasladar a nuestro idioma cada matiz, palabra y expresión de la elocuente pluma del icono británico, debería verse reconocido con su nombre en la cubierta— tenemos en nuestras manos unas memorias que no pueden dejar a nadie indiferente. ¿Acaso alguien esperaba otra cosa viniendo de su autor?
Porque Steven Patrick Morrissey es un personaje irrepetible, fascinante e insondable. Da la casualidad —juro y perjuro que no estaba preparado— que la semana pasada, en esta misma sección, reseñaba Wilson, el estupendo cómic del gran Daniel Clowes sobre un tipo anegado entre sus muchas miserias personales y su incapacidad absoluta para ser mínimamente sociable. Y apenas siete días después, aquí tenemos al que quizás sea —bueno, sin duda— el mayor misántropo de carne, hueso y mito, que haya dado la historia del pop. «Míster Miserable», en sus propias palabras.
Sin capítulos en los que ordenarse y con un primer párrafo que no encuentra su primer punto y aparte hasta cinco páginas después —con dos bemoles— Morrissey «no hace prisioneros». Ni amigos. Primero nos sitúa en el Manchester de los años 60-70, el de su infancia y adolescencia. Un lugar, epítome de un norte de Inglaterra plomizo, desolador, hostil. Sí, no es la primera vez que leemos ese relato de una vida dura y sin esperanza bajo la Union Jack. Pero muy pocas veces nos la habían contado así, con una prosa tan exuberante e insobornable. Un estilista del verbo decidido a hablarnos de pobreza, económica y moral. De represión y violencia, con un sistema educativo atroz que pronto se convierte en su primera diana. Del aislamiento de un joven de tremenda sensibilidad, introversión y voraz hambre por la vida. Es un tramo inicial de una brillantez literaria inusitada… pero, al mismo tiempo, también el primer ejemplo de «los debes» de esta Autobiografía. Morrissey no tiene mesura y, en mi opinión, se excede en la duración de este tramo, cayendo en la reiteración, salpicada, entre poetas, canciones, bandas —los New York Dolls por bandera— y primeros conciertos que otorgan a nuestro protagonista refugio y esperanza, de una lección interminable y soporífera sobre la televisión británica de la época.
Llegamos a los Smiths, y ahí la desigualdad de estas memorias se torna abismal. Entre pasajes desbordantes, la pasión de un creador genial en cada canción o concierto rememorado palpable en cada página, emborronados por el terrible «mal perder» de Morrissey, empecinado en ajustar cuentas con «medio planeta». Su consabido odio por la monarquía y Thatcher, que le honran. Rough Trade y especialmente, su fundador y propietario Geoff Travis —¿de verdad uno puede creer que tu propia discográfica va a estar interesada en sabotearte?—. La prensa musical, en este caso sí, en el 99% de los casos con todo merecimiento, dedicada a difamar, aprovecharse —lo que le deben los tabloides musicales a Mozz— e intentar destruir a un personaje tan procaz como rebelde contra su ridículo establishment. Personalidades como el mítico Tony Wilson —¿sólo puede haber un gallo en el corral de Manchester?—. Bueno, en realidad, casi cualquier ser humano que no comparta su beligerancia vegetariana. Y, lo que duele más, su propia banda.
Porque el final de los Smiths es un auténtico trauma… que luego incluso empeora, con el tristemente famoso juicio por los royalties de 1996, a raíz de la demanda interpuesta por el batería Mike Joyce contra la sociedad Morrissey-Marr. Una experiencia humillante y demoledora para Morrissey y un auténtico agujero negro en esta Autobiografía. Porque Morrissey no es Émile Zola y esto no es ni Yo acuso… ni tan siquiera el JFK de Oliver Stone. El lector no necesita casi cincuenta páginas —de la página 308 a la 356— de procedimientos legales interpretados por nuestro autor desde el punto de un «conspiranoico» rencoroso, incapaz de hacer una mínima autocrítica. En serio Morrissey, el mundo no está contra tí. Muchos de nosotros te queremos. Eres uno de los «escogidos». Nos has dado algunas de las mejores canciones de la historia del pop y, por eso, serás «inmortal». Pero eres un pelmazo.
Afortunadamente, una vez cerrado —nunca del todo— el tedioso capítulo del juicio, la Autobiografía remonta. No me atrevo a decir a que desde Los Ángeles —hastiado, ofendido y acuciado también por cuestiones económicas abandonó Reino Unido— Morrissey dejó entrar al optimismo en su vida. Pero sí encuentra espacio para hablarnos, con delicadeza y respeto, de sus relaciones sentimentales, su carrera en solitario, «avistamientos» de fantasmas, un intento de secuestro, o giras donde descubre atónito las febriles reacciones del público ante su figura. Cierto, no puede evitar seguir mostrándonos su gigantesco ego en sus encontronazos con las diversas discográficas en las que ha estado. O en su obsesiva preocupación por las listas de éxitos y ventas —el número dos nunca es suficiente—. Pero, al menos, este gigante del pop con pies de barro, ahora es capaz de reconocer y compartir la singularidad, fuerza, y ocasional belleza del viaje emprendido por ese timorato joven desde las inhóspitas calles de Manchester. Pocas memorias musicales pueden compararse a esta: desequilibrada, impetuosa, contradictoria, torrencial, viva. El fiel reflejo en prosa de una personalidad y un artista únicos.
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