Hoy revisitamos los 80s con Al caer la luz, flamante inicio de la trilogía literaria del otrora célebre escritor norteamericano Jay McInerney, que nos llega de la mano de Libros del Asteroide. Un viaje al Nueva York más vanidoso, genésico y pirómano, repleto de codiciosos brokers de Wall Street, arribistas escritores, ambiciosos editores sedientos de gloria y, aún más, dinero, muchas fiestas de la «biutiful people» regadas con «níveos polvos». Aspirantes a Gatsby en la era Reagan… ¿qué podría salir mal?

Nacido en Hartford, Connecticut, y tras trabajar en The New Yorker y estudiar con Raymond Carver en la Universidad de Siracusa, McInerney se vio catapultado al estrellato gracias a su primera novela Luces de neón, publicada en 1984. Rápidamente encasillado como uno de los estandartes de ese invento mediático conocido como «Literary Brat Pack» —a rebufo del tirón de la generación de jóvenes actores que atestó el Hollywood ochentero de dudosas películas para adolescentes—, ese grupo de autores menores de 30 tan o más conocidos por formar parte de la «socialité» neoyorquina y sus juergas que por sus obras, junto a nombres como Bret Easton Ellis,Tama Janowitz, Donna Tartt o Jill Eisenstadt, McInerney ha publicado siete novelas más hasta la fecha, incluyendo el tríptico sobre los Calloway que inicia este Al caer la luz.

Publicada originalmente en 1992, Al caer la luz es un ajuste de cuentas —aunque no del todo— a una forma de vida, una ciudad y una época, que el propio autor ejemplificó como nadie, a través de la historia de Russell y Corrine Calloway, un matrimonio «de revista» o, actualmente, programa de cotilleos: lozanía y atractivo físico, boyantes puestos de trabajos —él en una prestigiosa editorial, ella como agente de bolsa—, amistades de lo más in, un presente efervescente albergando un futuro de lo más prometedor. En apariencia, claro. McInerney no va a tardar nada en mostrarle al lector que la trastienda del anuncio de la pareja perfecta no es precisamente deslumbrante…

Apenas treintañeros, los Calloway pronto empiezan a padecer ciertas inquietudes propias de su condición. Consolidar su estatus social con una mayor prosperidad económica y laboral, resistir tanto a los devaneos y tentaciones amorosas de un entorno perennemente lujurioso como al tedio de cinco años de matrimonio —y juntos desde el instituto—, tener un hijo… Pero la manera de afrontar el narcisismo y ese narcotizante estado de euforia permanente propio del apogeo de la era neoliberal —que aún dura—, resumible en mantras tipo «no te preocupes», «diviértete», «sal de compras», «prueba la cocaína», «pide un préstamo para conseguir tus sueños», «preocúpate por las ballenas», va a resquebrajar seriamente la estabilidad de la pareja. Porque, mientras Corrine vislumbra una cierta zozobra de los mercados —el mercado de valores se desplomó en octubre de 1987— al mismo tiempo que anhela un confuso cambio de rumbo profesional y vital, Russell, que ha perdido el favor de su mentor, el editor jefe de Corbin Dern, se embarca en una arriesgada empresa: hacerse con el control de la editorial.  

McInerney va «con todo» en su relato de la caída de estos «ídolos de barro» en la era de la MTV, manteniendo un complejo equilibrio entre la sátira y la novela «seria» con tintes generacionales —y, asumo, biográficos—. Los escritores reciben lo suyo, con la figura capital de Jeff Pierce, íntimo de los Calloway, representando al autor de éxito precoz mal asimilado y vulnerable a las adicciones pese a su inteligencia. El submundo editorial es transformado en una inverosímil bacanal permanente —la Feria del Libro de Fráncfort sería la inesperada Sodoma y Gomorra—. Mediante los movimientos empresariales de Russell nos introduce en un submundo de tiburones sin escrúpulos. Hay bulimia, VIH, corrupción, amoralidad empresarial, adulterio, abortos, racismo, heroína y curas de rehabilitación…

… ¿Demasiado para una sola novela? Diría que en numerosas ocasiones sí, como los «gruesos brochazos», esterotípicos, de personajes secundarios como la devorahombres sin motivo Tina Cox o el grotesco magnate Bernie Melman, que haría palidecer al interpretado por Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street. El otro problema es que, pese a lo formidable de su prosa —aquí traducida impecablemente por Mariano Antolín Rato— y que el libro resulta siempre entretenidísimo, ya hemos leído y visto esto antes. Ya sabemos que a Ícaro se le queman las alas, Jay, no hace falta que nos lo digas…

La amenaza de estar ante una adaptación ochentera y algo burlona de El Gran Gatsby asoma en Al caer la luz. Pero, afortunadamente, McInerney no es el fantabuloso Baz Luhrmann, y cuando se aparta de los «fuegos de artificio», de la mordacidad a lo Tom Wolfe no del todo conseguida, así como del territorio generacional, logra llevarnos a terrenos complejos y fascinantes de forma convincente. En mi opinión, es el drama conyugal, la pequeña gran tragedia doméstica desencadenada a través de una era deshumanizada, lo que hace a esta lectura valiosa. Son, en definitiva, Corrine y Russell cuando traspasan el arquetipo literario para acercarse a seres humanos patéticamente frágiles y absolutamente reconocibles —los tiempos no han cambiado tanto, sólo se han «digitalizado»—. Bloqueados o cegados por sus deseos, con frecuencia nimios, fútiles y certeramente condensados por el escritor. Débiles ante la posibilidad de la fama, de una conquista —magnífico ese pasaje en el que la aventura amorosa se asemeja más a una claudicación aceptada por agotamiento—, de un vestido mejor o un restaurante más exclusivo. Alejado de la grandilocuencia, Al caer la luz es brillante, dejando al lector con ganas de saber qué deparará el futuro a esta pareja de adictos —aunque quizás con la esperanza de desintoxicarse— al efímero neón del «sueño americano».