Un disco de Iggy Pop y una cuerda de tender. Es lo último que pasó por las manos de Ian Kevin Curtis la mañana del 18 de mayo de 1980. Un nudo alrededor del cuello, una decisión cobarde y un pasaporte hacia el panteón de las Estrellas de la Música Malditas. Hoy se cumplen 35 años de la muerte del artista británico fallecido prematuramente más influyente de todos los tiempos. Y no hablo de ventas. Freddy Mercury nos dejó con su mansión forrada de discos de platino y Amy Winehouse puso el planeta a bailar soul mientras se machacaba a base drogas de todo pelaje, pero ninguno consiguió, desde un fallecimiento prácticamente en el anonimato, llegar a las (torturadas) mentes de tres generaciones completas de músicos y fans. Hoy en día, su corto legado musical sigue perturbando y está marcado como una huella de agua una lista tan larga de grupos que me podría tirar hasta mañana citándolos.

Pero cojamos la máquina del tiempo. En un tiempo de desesperanza, con el recrudecimiento de la Guerra Fría a finales de los setenta, Ian captó la mentalidad desencantada de una capa de la juventud que, lejos de rebelarse incendiariamente con el punk, prefería rebozarse en su propia mierda existencial. Abrazarse a su tristeza, a su desolación interior. Una ola que sobrevivió a su muerte, a su era inmediata, los ochenta, al hedonismo de los noventa, a la confusión de la primera década del Siglo XXI y al ‘hipertecnologismo’ actual. El escalofrío que produce la primera línea de la primera canción (Disorder) del primer disco (‘Unknown Pleasures’), sigue fascinando: “He estado esperando un guía que venga y me coja de la mano…”. Ese guía fue y sigue siendo él, un chico imperfecto y lleno demonios, epilépticos y personales, de Macclesfield, un suburbio gris y cutre de Manchester.

Leer Touching from a Distance: Ian Curtis and Joy Division (1995), el libro de su esposa Debbie Curtis, es un placer. Pocos documentos sirven para desmitificar mejor un mito. Lejos de practicar la hagiografía, le muestra en su vulgar sencillez. Sin rencor, pero desnudo. Ian Curtis no era un atormentado de postal, era muy ambicioso, un cabrón en el trato a su señora (poco menos que como a basura, incluso embarazada) y su hija pequeña, un tacaño obsesionado con el dinero hasta el punto de ofrecerse a limpiar el local de ensayo por unas libras, un tipo increíblemente egoísta e inmaduro. Pero mientras su vida personal se hundía, la música era una válvula de escape. Y encontró en los muy talentosos (como se vio con New Order) Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris el soporte que necesitaba.

Una vida de sólo 23 primaveras que fluctuó como el diagrama que ilustró la icónica portada del ‘Unknown pleasures’, vilmente violada hace poco por Disney en una camiseta de Mickey. Prácticamente está todo dicho y escrito sobre ese opus magnum y su continuación, ‘Closer’ (1980), que te apuñala con el epílogo más deprimente que recuerdo, quizás en empate técnico con Pornography de The Cure. Aún más se ha comentado de Love Will Tear Us Apart, el trampolín a la fama que siempre ansió Ian pero que le llegó dos metros bajo tierra. Un emotivo legado, por cierto, que Hooky profanó hace unos años con su abominable gira interpretando en solitario el ‘Unknown Pleasures’. Uno de esos revivals que deberían conllevar trabajos forzados en la Guyana Francesa, como en Papillon.

La voz, el magnetismo decadente y el vaivén frenético de Ian Curtis pueden ser imitados, pero palidecen con sólo mirar una fotografía o vídeo suyo. ¿Por qué sigue fascinando su figura tres décadas y media después? Porque, como dijo uno de los grupos casi coetáneos a Joy Division, there is a light that never goes out